Esto paso, en la calle del Padre Lecuona, 2 de la Republica de Nicaragua, el nombre de la calle vino como en tantas otras ciudades de la época, el nombre del vecino principal que vivía en ella. El Padre Agustín Aparicio cerró el grueso libro que leía, se puso su capa, despacito salió de su casa, tenía una vida tranquila, humilde en su dulce sencillez hacía Dios.
Leyenda de México. Al salir de su casa, una viejecilla se le acercó le besó la mano, un señor se descubrió, muy respetuoso cuando pasó a su lado el Padre Agustín Aparicio le cedió la acera, una damas elegantes con sombreros de plumas lo rodearon y le dieron dinero para los pobres de su parroquia, salieron de sus casas unas mujeres enlutadas y se arrodillaron a su lado, pidiéndole que les bendijera.
Subió don Agustín, una escalera alta de una casa de vecindad y fue a un destartalado desván, fue a dejar dinero a un enfermo con palabras cordiales, de ahí fue a casa de una viuda que arropaba a un niño para darle unas monedas, Todavía fue el Padre Aparicio a poner sus manos en las llagas de unos leprosos que no consentían más medicina que las que le llevaba este seráfico varón quién les sonreía con amabilidad.
El Padre Agustín Aparicio caminaba apresurado por la ciudad para llegar a casa del canónigo don Jorge Alconedo para jugar unas manos de malilla con otros amigos, pero se detuvo ante un nicho que tenía un santo de piedra, junto parpadeaba un farolillo, empezó a decir una oración, cuando se le acercaron unos hombres de habla resquebrajada por el vino, ¡Ay ,Dios! ¡Me asustaron! ¿Qué desean hijos?.
-Una moribunda necesita confesión, venga con nosotros para que la auxilie, la cosa urge padre. Apresúrese ya que está la pobre en las últimas boqueadas-. –Vamos, ¿Por dónde es? — allí a la vuelta, padre tenemos un coche que nos llevara rápido. -Sí, vamos-
Apresurados llegaron a un oscuro callejón y ahí estaba el coche que acababan de mentar, uno de los tipos le dijo al cochero- Ya sabes a donde ir- ¡ apresurate!.
El coche partió rápido, saltando sobre las piedras, se ladeaba de un lado a otro por los baches, el camino se alargaba, entraban por calles y más calles. Hasta que el cochero gritó.
Aquellos hombres entraron con el padre Agustín Aparicio en una casa mísera, una vieja muy vieja, encorvada sobre un palo salió a recibirlos llorando, en aquella estancia no había ningún mueble y sucia, encima de un jarro una vela encendida, la mujer no dejaba de llorar. Una puerta se golpeaba en el interior de la casa, — En ese cuarto está la que lo espera padre- Entre-.
La vieja temblorosa tomó la vela, ella, llena de arrugas su boca destentada le salía sollozos, era una vieja muy fea que parecía como gárgola de iglesia visigótica. Guió al padre lo puso a lado de un montón de harapos, que había un olor nauseabundo, un quejido débil, angustioso, jadeante.
Salió la vieja llorando, la vela tembloreaba, descubriendo muchas telarañas que colgaban en el techo, no había muebles, una puerta no cesaba de aporrearse.
¿Qué cosas extrañas le decía aquella mujer que agonizaba al padre Aparicio? ¿Porque en aquel cuarto miserable, hediondo, lleno de telarañas, estaba agonizando aquella dama hermosa, vestida con un desgarrado traje de terciopelo con bordados de plata, tenía una diadema de brillantes ceñida en la frente? Acabó la confesión y el buen clérigo absolvió a la moribunda que no dejaba de llorar, para consolarla la besó en la frente, le dijo palabras cariñosas llenas de caridad y se puso a rezar.
El llanto de la moribunda iba decayendo su angustia, ya era, el débil quejido de un niño enfermo. De repente la agonizante lanzó un grito ronco, largo desesperado que llenó todo el silencio de la casa, el padre acerco la vela y vio que estaba muerta, por su rostro fino y delicado corrían lentas las lágrimas bajándole por la cabellera rubia, sobre los trapos pestilentes en que yacía.
El padre Aparicio fue la otra habitación en busca de la vieja. La habitación estaba sola, dio voces llamando a la mujer, tampoco se hallaban los hombres que lo condujeron. Solo había silencio y soledad.
Salió a la calle desesperado, por no encontrar a nadie y el coche ya no estaba, quiso entrar a la casa y vio cómo se cerraba la puerta, empezó a tocar los tablones, nadie le respondía.
Con paso lento y pensativo se fue a la casa del canónigoLlegó con el canónigo Alconedo y lo recibieron sus amigos con chancero alborozo, ¿Qué horas son estas de llegar padre Aparicio? Ya casi nos vamos. — tuvo miedo de perder, tuvo miedo de perder, por eso llega tarde- — ¡Eso!. Tuvo miedo de perder.
-De lo que se perdió fue saborear unos mostachones y unas sabrosas rosquillas de almendra que regalaron las monjas carmelitas- ¿Pero qué le pasa padre, que lo veo tembloroso y muy pálido? Y está sudando- . Callen, callen; vengo muy impresionado por una extraña confesión que he hecho. ¡Un drama pavoroso!.
Siéntese, jugamos una mano de malilla para que se calme, ya verá como nos gana ahora, beba un poco de rosolí; -¿pero que se busca usted en los bolsillos?- Busco mi pañuelo, aquel pañuelo grande ¿recuerdan? Que me lo bordó Sor Ana de la Transverberación, ¡Ah, también perdí mi rosario! ¡Ah pero no lo perdí, lo deje en la casa del callejón! Vamos, vamos, a buscarlo es donde vengo de hacer esa terrible confesión.
Me había asustado; los dejé, ¡Que memoria la mía!No se acongoje padre, voy a mandar a mis criados a que le recoja esa cosas. Lo mandaron, llegó el criado,- la casa estaba bien cerrada y que se cansó de llamar, el padre Aparicio – de seguro fuiste a otra casa- , le volvió a decir con mayor minuciosidad las señas de la casa y fue con otros servidores de la casa.
Regresaron, diciendo que la puerta permanecía cerrada, la aporrearon con grandes golpes, ni una voz salió de su interior. El canónigo Alconedo y sus tertuliantes empezaron a burlarse del padre Agustín Aparicio; le decían que creyó oír al cochero que dijo; callejón Padre Lecuona, cuando en realidad dijo, otro nombre. El padre Agustín porfió el nombre padre Lecouna que era una casa destartalada y maloliente.
Siguieron las burlas, y el volvió asegurar con obstinado empeño que hizo la confesión y dejó su rosario y su hermoso pañuelo blanco que le bordó Sor Ana, invitó a todos de la tertulia a ir otro día a la casa.
Al día siguiente se reunieron para ir, entraron a un callejón triste con mucha hierba y casa viejas miserables, en una derruida esquina — ¡ ¡Esta es la casa! , llamaron en la estrecha puerta de tablas podridas, no salió nadie, llamaron con más fuerza. Atraído por el ruido por los golpes en la puerta salió de una casa un viejecillo, lento, cegato, empezó a gritar ¡Ea, señores, óiganme! A quién buscan, no llamen en esa casa hace años que nadie la habita, desde que era un mozuelo, esta casa está deshabitada y miren que ha pasado tiempo.
¡Pero si yo estuve anoche aquí confesando a una señora!¿Qué estuvo aquí? Imposible, créame padre lo que le digo, mire el ojo de la llave, está llena de telarañas y polvo, son figuraciones suyas, ¡Que descerrajen la puerta y lo probaré! ¡Aquí estuve anoche!. Sí, que la descerrajen en el acto; - Mi mujer, que este en gloria salió una noche y vio esta casa incendiándose en vivas llamas por sus cuatro lados, entre la hornaza salían unos gritos angustiosos, desesperados y por el techo vio correr una dama arrastrando un largo traje de terciopelo. Al día siguiente nos asustamos vimos que no había pasado nada, la casa se veía igual que siempre como está. Del susto mi mujer enfermó, luego, se murió. La noche en que agonizaba se oía en esta casa un persistente aullar de perros y entre esos aullidos, se oía un sonido de cítara-.
Un herrero rompió la chapa, abrieron la puerta y salió un espeso olor a humedad los muros excavados por goteras de muchos años que chorreaban sobre ellos, el piso negro lodoso, se pasaba a un estrecho cuartucho que tenía luz por que no tenía el techo las vigas habían caído, había un montón de tierra con hierbas altas.
Un grito hondo y largo, las bocas que se quedaron abiertas, al ver en un rincón el pañuelo y el rosario del padre Aparicio ¡Allí están, mírenlos! ¡yo no mentía! ¡yo no miento nunca! ¡Aquí estuve anoche, claro que aquí estuve! ¡y decían ustedes que me había equivocado de casa!.
En ese rincón se hallaban los revueltos andrajos sobre los que yacía la dama moribunda a quien confesé, el padre Agustín, estaba tembloroso. En un rincón la tierra estaba removida y se asomaba una tela de terciopelo encarnado, con bordados de plata oxidada.
-Este es el mismo vestido que llevaba puesto anoche, la hermosa señora me confesó cosas horribles, espantosas. Este es, ¿se acuerdan ustedes que les hable de su traje?, mírenlo; ese es.
Escarbaron un poco y encontraron un esqueletoUn esqueleto amarillo entre pedazos de tela de terciopelo bordado. El cráneo tenía sujeta una corona de diamantes que soltaron un “vívido chispeo, como de júbilo, al darles la luz”.
¡La diadema magnifica que les conté, cuando yo estaba confesando ardían sus diamantes a la luz de la vela!,¿ A quién confesé yo, Señor? ¡Ah, no quiero ni pensarlo, pero confesé a una muerta! -¡Sí. a una muerta!.
-A una mujer que vino del otro mundo, con permiso de Dios, para decir sus espantosos pecados, ¡ aquellos que me horrorizaron! .
Todos los señores temblaban, llenos de helado asombro, sus rostros desencajados, pálidos. El padre Aparicio empezó de pronto a reírse, una carcajadas estridentes, empezó a echar espuma por la boca. El padre Aparicio estaba loco. Una puerta empezó a golpearse desesperada en el interior de la ruinosa casa.
Compendio de Historias Tradiciones y Leyendas de las calles de México. Casa editorial Jatziri.
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En 1974 en este poblado en el panteón, un señor mayor que ahora en paz descanse, contó; que el Día de Muertos le sucedió algo extraordinario. Que cuando pasaba por la calle 25 que llega al camposanto eran más o menos 9 de la noche, le