Leyenda de Puebla. Durante el prolongado, destructor, cruento y heroico sitio que sufrió la ciudad de Puebla en 1863, surgió esta leyenda en el populoso barrio El Carmen, que era el límite entre los beligerantes franceses sitiadores y mexicanos sitiados. Estaban los invasores posesionados de la iglesia, de la famosa huerta de los carmelitas y del cementerio.
En la antigua calle Capuchinas tenia establecida una fonda una mujer de insignificante presencia, siendo su clientela regular gente de la tropa mexicana, que le daba de comer por pocos reales, sin faltar la carne que precisamente por la guerra escaseaba.
Lo notable era que la carne no había en ningún lugar donde conseguirla, en ese establecimiento no faltaba, además se comía muy bien, corriéndose la fama a tal grado que los jefes y hasta algunos generales republicanos llegaban hasta ahí, desde los rumbos más opuestos de la ciudad, cuando podían dejar sus parapetos a disfrutar la sabrosa comida.
De esto, resulto una lógica sospecha de la autoridad contra la fondera, sobre la fama y medios de proporcionarse este alimento. Se le mando a vigilar, lo que ocurrió durante muchos días, pero no se les descubría nada anormal.
La tropa seguía comiendo carne hasta que un día, cuando ya se estaba abandonando la vigilancia, se notó que por las hendiduras de la puerta se veía tenue luz, como si se estuviera encendida una bujía. Era el final de la noche madrugada del nuevo día.
En ese entonces la parte alta de las puertas de las casas a manera de ventanilla, tenía grandes ojos, por lo que se veía afuera para adentro o viceversa. Los guardias vieron después más intensa la luz, como producida por un quinqué, oyeron chirriar la puerta y a continuación salió la fondera con su ayudante, una mujer de físico grande, fuerte morena tipo de la sierra poblana, las siguieron y grande fue su sorpresa de los vigilantes.
Las dos mujeres se dedicaron a asaltar a los franceses, ya asesinados llevaban los cadáveres a esconder entre las tumbas del cementerio, lo descuartizaban y destazaban escogiendo las mejores partes, enterrando lo demás, en el panteón El Carmen, regresaron las dos, una con un saco enorme y pesado bulto lleno de carne.
La autoridad militar republicana les formó consejo de guerra, sumaria. El fiscal pidió la pena de muerte para ellas y "el defensor logró su libertad porque habían matado a enemigos, las dejaron libres".
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