El Virrey de Alburquerque sentía que tenía locas fantasías, mal juicio, ¿Cómo podía pensar que su bella esposa lo engañara? ¡Imposible! Ella es de limpios pensamientos dedicada a los rezos, novenas y a la costura con las monjas. En un comercio se encontró con el contador de su esposo se saludaron este estaba locamente enamorado de ella.
Leyenda de México, ahora la calle, es la av. Francisco I. Madero la casa es parte del predio del Hotel Iturbide. Corría el año 1690, el Virrey don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, estaba en su despacho, sentado frente a su escritorio, su pensamiento estaba turbado, tenía mil imaginaciones y quería la verdad.
¿De puras quimeras se llenaba el cerebro?¿Cómo podía faltarle su esposa la duquesa? ¡Imposible! ¡Imposible!, toma la pluma para escribir y su mano queda en el aire, levanta la cabeza y le vuelve a entrar feos pensamientos y dudas.
Se levanta y se pone a dar inquietos paseos en la estancia, con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza inclinada, de pronto se pone encendido de cólera. Ve el retrato de la Virreina y sonríe embelesado.
Los ojos de ella son límpidos, serenos azules, por esos ojos no ha pasado el pecado, a él lo han visto con amor. No, doña Juana Francisca no ama al contador don Francisco de Córdoba ella no tiene ningún amor ilícito.
Doña francisca solo tiene pensamiento para sus obras de caridad y en sus ejercicios piadosos con las monjas. Ella siempre está bordando sus telas y toca el clavicordio, su distintivo es la virtud y la santidad.
De la habitación próxima se oye los sones del clavicordio, se llena de pensamientos felices el duque, termina la música se abre la puerta y entra la señora virreina, doña Juana Francisca de Rivera y Armendáriz marquesa de Cadereyta y condesa de la Torre.
El duque de Alburquerque viendo a su esposa y oyéndola cerca de él, “se le fueron por entero sus malos pensamientos” estaba loco de amor por su mujer. Lo tenían tomado los celos, los celos lo enredaban de angustia.
Doña Juana sabía que llegaba el duque de Huehuetoca a examinar las obras del desagüe, el camino era escabroso de grandes molestias para una dama. Ella quería ir, ya sabía su marido que adonde quiera fuese lo acompañaba, ella siempre lo seguía como sombra. Alburquerque tampoco podía estar separado de ella. A su lado tenía un secreto embeleso un constante deleite de su presencia.
Con su esposa tenía siempre compañía de buen consejo, Ya de vuelta se le ensanchaba el corazón y desaparecía las negras preocupaciones.
Llena de alegría contó la Virreina a su marido, que había mandado a fundir y cincelar seis varas de plata para el pabellón que iba a regalar a la iglesia de las monjas de Santa Catalina de Sena.
En seguida refirió doña Juana que en la platería se encontró con el contador mayor don Francisco de Córdoba, siempre tan gentil y obsequioso, se empeñó en pagar el costo de las seis varas que ella iba a donar a la iglesia, ella se negó aceptar ese obsequio porque hizo el ofrecimiento del pabellón por una gracia que Cristo le concedió.
La obligó aceptar otro obsequió para el templo, un afiligranado era el incensario de plata con su naveta y cucharilla. ¡Qué hombre amable y bondadoso era don Francisco de Córdoba! Comentó la Virreina.
Al oír esto el duque de Alburquerque, se le ensombreció el rostro su corazón y pensamiento revolotearon, de su boca iba a salir violentos improperios y reproches, cuando un mayordomo entró a decirle que el Conde de Calimaya junto con don Carlos de Sigúenza y Góngora y el síndico de Santo Domingo estaba en el gabinete de libros esperando a Su Excelencia, compuso su cara el duque de Alburquerque para cubrir su agitada alma. El Virrey y la Virreina salieron a cumplir en atenciones a sus huéspedes.
El Virrey vivía metido en noches oscuras de desconfianza y recelos. Se ponía al trabajo de sus negocios y el pensamiento se iba en angustias, ya no tenía el sosiego de antes. Todo era enojo entre aquellos temores que le tenían preso, ya no dormía bien.
Las noches enteras se las pasaba en continuas y dolorosas vigilias. Veía la culpabilidad de su esposa y luego la miraba y más claro aún era inocente. Cuando veía a doña Juana se sentía libre de dudas pero al irse de su lado, volvía asaltarlo sus revueltas inquietudes. Cuando la oía reír y sus palabras su espíritu se llenaba de tranquilidad, quedaba en una feliz calma.
El contador mayor don Francisco de Córdoba era de buen ver, gastador y elegante tenía hábil manera de atraer a la gente. Una sonrisa blanqueaba entre su rubia barba rizada. Le entró en el alma a don Francisco de Córdoba una gran pasión. Incendios de amor le abrazaban su pecho. Se le iba el corazón tras la Virreina.
Don Francisco no había día que no le mandase un regalo costoso. No había día en que él no fuese a verla por cualquier pretexto, a embelesarse de su frescura de su voz, a meterse por los ojos en callado deleite, aquella belleza de mujer tan prócer y tan alta para sus deseos.
¿La Virreina supo de ese amor por el beso apasionado que le caía en la mano?, ¿Lo supo por los temblores de la mano de él entre las de ellas?, ¿Por aquellas tristezas silenciosas que pasaban por los ojos de buen caballero?, ¿Aquellos constantes regalos nunca le dijeron su afán? La Virreina siempre tuvo para don Francisco una afable distinción, una buena diferencia, pero no más. Nunca supo ella si estaba apasionado en amor, el Virrey si vio claro ese hondo apasionamiento. Esperó. Dio tregua a sus celos.
El contador Don Francisco de Córdoba construyó una casa magnifica cerca de la capilla de San José. Invitó a la Virreina y al Virrey para que la inaugurara, viendo desde sus balcones, el paso de la procesión del Corpus Cristi y el gran concurso de gente que discurría con animación por la calle.
Cuando aceptaron la invitación don Francisco, tenía una viva gloria en el pecho. Fueron los Virreyes a su casa y admiraron el refinado lujo que tenía, Don Francisco “les hizo un regalo de un afiligranado ramilletes de plata, con flores de rubíes, de topacios y turquesas; además, los obsequió con unas cajuelas de oro con dulces”; a todas las damas y caballeros que los acompañaban también le dio dulces en cajuelas de plata.
En el almuerzo exquisitas viandas, llenándola de encanto feliz don Francisco le hizo el plato a la Virreina y después le dio aguamanos. Corrió olorosos vinos de España. Ya estaban en la sala devanando animadas pláticas.
¿Qué es lo que vio el duque de Alburquerque? ¿Qué terribles celos le entró o vio acaso la verdad? Porque se le abalanzó furioso sobre el magnífico don Francisco, que se inclinaba ante la Virreina y sonriendo le ofreció unos guantes de ámbar, bordados de perlas.
A toda mano le dio de trompadas que lo bañaron en sangre y escupió un diente. La Virreina dio un vago grito, quedó pálida al desmayo. Los invitados estaban en suspenso, estupefactos por el suceso.
Arrebató violento el Virrey los guantes, las cajuelas de oro, los grandes ramilletes de plata con flores de rubíes, de topacios y turquesas que les había dado de regalo el ostentoso don Francisco, saliendo en el balcón, arrojó todo eso con furia a la calle.
El gentío del desfile con gran júbilo, se disputaban aquellos presentes, que se creyó eran galas que echaba Su Excelencia, y lo empezaron a calmar con grandes vítores. El Virrey volvió a la sala y con una mirada hosca se refilo el mostacho y dijo; “Me aplauden por lo que he hecho”.
El contador se limpiaba la sangre de la cara, sonreía con una penosa sonrisa, que ya había un hueco negro.
Párrafos, Texto; Compendio de Historias Tradiciones y Leyendas de las Calles de México.
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