El Conde se moría, ya le habían dado todos los remedios, todos oraban por su salud, le pagaban misas, de su cuello colgaba escapularios y rosarios y todavía así, a un paso de la muerte. Hasta que llegó un padrecito del Perú y dijo; nada grave yo lo voy a curar, los médico sin decir nada se quedaron boquiabiertos, en una cuchara le daba en agua uno de esos papelillos.
Leyenda de México, de la calle de Flamencos de la ciudad azteca parte de Iztapalapa, por el sur San Antonio Abad hoy República de Argentina. Flamencos ahora es la 1ª de José María Pino Suarez. La gran casa-palacio de que aquí se habla, es el número 30 con esquina con Pino Suárez, antiguamente la del Parque del Conde.
La casa del Conde de Santiago de Calimaya había un gran bullicio. Pajes y lacayos iban y venían por los anchos corredores. Las estancias estaban llenas de los caballeros principales de México, de las damas de más alto rango; frailes y clérigos se veían por todos lados.
En la capilla de la casa estaban muchas personas ilustres pidiendo por la salud del buen Conde. En otros aposentos habían altares con reliquias enviadas de los conventos. En la cercana iglesia estaba expuesto el Santísimo y se rezaban fervorosas rogativas.
Rebosaba la gente, se ponían en la fachada de la casa la angustiosa tristeza de la mirada al estar pendiente del portón, entraban caballos y borriquillos peludos, en que llegaban hombres y mujeres desde lejanas encomiendas del Conde, se mezclaban entre la muchedumbre de los patios, preguntando con habla tímida por el estado del amo y luego se acurrucaban silenciosos en los rincones, en las vastas cámaras de la servidumbre. Por toda la calle de Iztapalapa transitaban coches, deteniéndose ante la suntuosa casa del conde de Santiago de Calimaya.
En los zaguanes, puertas, ventanas y balcones de esa rúa se hallaba gente de toda condición y estado, que decía, con admirado respeto, los nombres de los personajes que pasaban a ver al ilustre magnate que se acercaba a la muerte; se ponía de rodillas toda esa gente al ver cruzar las venerada reliquias conducidas por los frailes que llevaban un rumor de oraciones, sentían olores y aromas, tazones, jarras de cristal con huevos espirituales o rompope, sopas, jarabes, para suavizar los ardores de la fiebre.
Todas estas cosas salían de los monasterios de monjas para ir a confortar a aquel hombre ilustre y querido que, agarrado a las aldabas de la muerte, llamaba ya a las puertas de la eternidad.
En la habitación de doña Ana María Urrutia de Vergara, esposa del conde de Santiago de Calimaya, había prelados de las religiones, infinidad de señoras de caballeros de jerarquía, de canónigos dormilones, le ponían consuelo a su corazón, pero ella no oía nada su mirada estaba envuelta en llanto, su rostro todo angustia y lágrimas.
Lo que era la Plazuela de Jesús está construida la casa hasta hace poco fue el “Hotel Humbolt”, hoy Edificio Navia Nº19.
La Condesa estaba muy afligida, imploraba largamente por la salud y vida de su esposo. El conde la miraba sin conocerla, con ojos extraviados; murmuraba extrañas cosas, diálogos que cruzaban por su fiebre, se agitaba desesperado de un lado para el otro en el amplio lecho, revolviendo sabanas y cobertores; su cara, entre el alborotado pelo y barba crecida, resaltaba pálida, sus manos, huesosas, secas, largas andaban en constante agitación; su respiración era ya jadeante, angustiosa.
Los médicos del Real Protomedicato lo rodeaban a todas horas del día y de la noche, ya le habían hecho todas las innumerables y buenas cosas que sabían hacer. Pero el Conde se moría.
El pecho lo tenía lleno de escapularios, de rosarios y también colgaban de las columnas de la cama, de la alta cabecera, Jesús Nazareno, de la Guadalupana y de la Virgen de la Soledad.
Llegó el guardián de San Francisco a dar la extremaunción al conde de Santiago de Calimaya. Acompañaba con velas encendidas al anciano prelado casi toda la comunidad franciscana. Todos lloraban en la casa del Conde Ese hombre bueno y benéfico se alejaba de este mundo; ya lo llamaba Dios. El señor arzobispo don Francisco Manso y Zuñiga rezaba arrodillado a los pies del lecho, viendo aquel buen caballero que hizo tantas obras de caridad. El virrey marqués de Cerralvo asistía con un cirio en la mano. La condesa, doña Ana María rendida a los excesos del dolor, estaba en un desmayo.
Entró en la casa, apresurado un jesuita, el Padre don Remigio Quesadas. Esa mañana había llegado de Veracruz, procedente del Perú, de donde era nativo. Supo de la enfermedad del conde, de los bueno que era, de los grandes bienes de caridad que hacía, y fue rápido a verlo. Se acercó a su lecho por entre toda la gente consternada y luego de examinar al enfermo dijo sonriendo, suave y delicadamente: -No hay que acongojarse señores. El señor Conde no morirá, digo yo, si Dios, Nuestro Señor no dispone otra cosa.
Denle a cada media hora estos polvos, de los que traigo en esta cajuela, casa papelito tiene la dosis conveniente. Yo confío que con esto sanará el señor Conde y con la gran misericordia de Dios. Que los tome cuanto antes; pero yo le daré los primeros. Lo van a ver, el señor Conde sanará. –¿Que polvos son esos padre?-.
Ya se lo diré, Excelentísimo Señor Virrey y a vuestra Señoría Ilustrísima también, lo mismo que a ustedes señores doctores y a todos los los que lo quiera oír. El padre peruano en una cuchara con agua, vació el contenido de uno de los papelillos y se lo dio al Conde. Todos veían hacer al jesuita, admirados, seducidos, nadie osaba detenerlo, tantos y tantos remedios le habían hecho a don Juan Javier que uno más no importaba. A la media hora justa otro papelillo de aquellos y a la media, otro polvillo más, y así toda la tarde.
El enfermo, cosa como de milagro, parece que recobraba, que salía de aquella enfermedad en que estaba. Toda la noche manos amorosas se los siguieron ministrando. Al día siguiente conocía a todos el buen conde de Santiago, ya hablaba en razón, había salido del mundo de la fiebre, solo tenía una gran debilidad.
A los pocos días ya pudo sentarse en la cama y al poco tiempo los huevos escalfados, el pollo frito en arroz blando, gelatinas y el vaso de vino tinto, que le metía en las entrañas, dándole nueva fuerza y vigor. Ya no tomaba los polvos sino tres veces al día.
Ahora las cosas tenían para él una gracia secreta, en la que el antes no había reparado. Ya sentado en un sillón percibía el ritmo alegre de un cantar de juventud, le flotaba una sonrisa cándida.
El jesuita perulero don Remigio Quesada contó que ante la boquiabierta admiración de mucha gente, que la señora virreina doña Francisca Henríquez de Rivera esposa del conde de Chichón, que gobernaba el Perú por Su Majestad el rey Felipe IV, se moría por una grandes calenturas malignas, iguales que atacaban al conde de Santiago o quizá más recias y los médicos más eminentes de la Ciudad de los Reyes la desahuciaron, pero los padres de la Compañía de Jesús sabían por un indio de ciertas raíces febrífugas que era el antídoto eficaz de esa enfermedad.
Ese indio se llamaba Pedro de Leyva quién quemándose un día de calentura bebió agua de una poza que alrededor tenía árboles de esos de la raíz medicinal y como sanó fue a Lima y se lo dijo a los jesuitas, quienes empezaron a poner en agua raíces y corteza de esos árboles y se lo daban a beber a los enfermos, poco a poco quedaban en salud perfecta, ya curados de al fiebre.
Después, los padres experimentaron, no poniendo ya en agua ni raíces, no cortezas, sino que todo ello lo trituraban bien, hasta pulverizado finamente, y así, en pequeñas dosis continuas, lo ministraban, con lo que más de prisa se atacaba la pérfida tarea de las calenturas. Añadió el padre Quesadas que los de su Instituto guardaban ese secreto, pero que esos polvos los daban siempre al que padeciese las terribles cuartanas o tercianas y que con su indiscutible eficacia curativa se acababan para siempre esas tenaces dolencias, y como ellos solamente tenían ese medicamento, por eso se le llamaba “polvos de los jesuitas”.
Había en México muchísimas personas atacadas gravemente de fiebre y pronto volvían a entrar en la salud tomando los “polvos de los jesuitas”. Pronto se supo su eficacia por todo el reino, y se les tenía tanta fe, que apenas sentía alguien los calosfríos precursores de la calentura iban a pedir a los padres ese remedio, con el que quebraban indefectiblemente, curados.
Así vino a la Nueva España, año de 1631, la quina o cascarilla o bien chinchona, como le llama Linnneo, haciéndole en cumplido homenaje a la virreina peruviana, condesa de Chichón.
Cuando fue ese insubstituible medicamento a Europa, se le hizo enorme y ruda oposición, y hasta en la docta Salamanca se sostuvo, y aún creo que se probó bien, que sus virtudes curativas se debían únicamente al pacto que tenían los peruanos con el diablo.
Quina, quinina o chinchona, es un alcaloide natural que es el principal compuesto para el tratamiento de la malaria. Desde siglos es utilizado por los indígenas del Perú.
Párrafos del texto; Compendio de Historias Tradiciones y Leyendas de las Calles de México.
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