Leyenda de México. El lugar de esta leyenda es el callejón de Santa Isabel, es unos de los predios donde esta edificado el Palacio de Bellas Artes. Don Valerio Antuñano, don Indalecio Lares y don Federico Sánchez Osores, siempre andaban juntos, no se separaban jamás; a donde iba uno de ellos, los otros dos lo acompañaban contentos. Los tres eran jóvenes adinerados, alegres y viciosos. Sus padres poseían juros, finca, haciendas; solo derrochaban el dinero sin ocuparse de nada.
Solo andaban de gastadores de aceras y parados en la esquina, tenían una vida inútil de mancebos ricos. Lo que querían lo lograban, pues eran muy francos de manos, de ellas no faltaba jamás el oro, y con alegría lo desperdiciaban como pródigos. Las madres de estos jóvenes ya no le quedaban lágrimas, los padres les daban castigos, consejos, estos tres no metían sus pasos por el sendero donde van los hombres de bien. En sus haciendas tenían un vivir perverso, fiestas con todos los vicios, eran nocturnos y con escandalo. Temor a Dios, no lo conocían, a nadie miraban con respeto y al que tenía un nombre honroso se lo quitaban. A nadie hablaban con el acato y reverencia debida, de todos hacían mofa. Ponían lengua venenosa en toda la gente, afrentaban a cualquiera, dándole en rostro con lo malo que sabían de él. Los tres eran sepulcros abiertos para enterrar la honra y fama que quizás vivían. Las bondadosas palabras de consejos de las personas mayores, las recibían con grandes risotadas y los injuriaban.
Los sucesos más nobles, los que deberían infundirles mayor respeto, los pasquinaban continuamente, solo vivían para satirizar, con crueles chistes, multiplicaban las injurias. Con desvergüenza diabólica tenían siempre desplegada la lengua, cantaban en verso, unos diciendo injurias, los otros dos respondiendo con blasfemias. Y así caían más hondo en el pozo negro de la maldad, don Valerio Antuñano, don Indalecio Lares y don Federico Sánchez Osores.
Así los llamaban en México a estos tres ricos y pervertidos mancebos, malintencionados siempre, irritables, aviesos.
Tenían demasiado dinero que derrochar, no andaban nunca solos; una cohorte de bellacos por donde quiera los seguía, y con sus interesadas adulaciones los alentaba, fomentándoles sus vilezas y les reía con gozo sus maldades inacabables. Eran un azote en la paz de la ciudad. Don Valerio, don Indalecio y don Federico, rompían aquella tranquilidad grata.
Una noche iban por el callejón de santa Isabel, rumbo a una de las calles de Santa María la Redonda por donde vivía una tal Jacobita, habilísima zurcidora de gustos, que juntaba en su casa a tocadores de guitarra y a preciosas damas, de esa damas de achaques, pecatrices, rameras, poseía esa vieja, una magnífica colección de botellas de vinos españoles y por descorcharlas cobraba mucha plata. Unas casas de la acera de enfrente estaban abandonadas, carcomidas, los muros llenos de grietas, hacía años que estaban deshabitadas, hasta se ignoraba quién fuese su dueño. Por algunos huecos de las paredes se veían los techos desfondados por donde se metía la luz.
Iban los tres amigos por ese callejón y les llamó la atención que de una ventana de una de esas casas viejas, salía mucha luz amarilla, curiosos apresuraron el paso creyendo que habría holgorio, y al llegar, vieron con asombro, las puertas abiertas y en medio de la habitación, tendido en el suelo un cadáver amortajado entre cuatro cirios y echada sobre él, lloraba una mujer vestida de negro; su cabellera volcaba copiosa sobre el blanco sudario; su cuerpo se veía conmovido todo por los sollozos.
¡Desgraciada mujer!- dijo don Valerio Antuñano.
¡Pobre mujer!- murmuró apenas don Indalecio Lares
¡Infeliz! — exclamo con gran lástima don Federico Sánchez Osores.
Se alejaron silenciosos. Se les acabó el ruidoso contento que traían. Todavía en la esquina de la calle del Mirador de la Alameda para salir a la de la Mariscala de Castilla, volvieron los rostros y contemplaron el fulgor que subía por el paredón de los muros del convento. Una vaga piedad se les metió en el pecho por aquella desdichada mujer que lloraba sola con su muerto (como que los tres vieron su rostro parecido a alguien.).
Ahí estuvieron los tres amigos, tristes, sombríos, ya no reían ya no le sacaban las carcajadas las damas fáciles, no tomaron copas de vino, se sentían extraños, no apartaban de su cabeza la mujer que vieron llorando junto al cadáver en ese cuarto miserable.
-Yo no la olvido, tampoco- se conoce que está en la pobreza más hostil, respondió don Valerio Antuñano.
-¿Y si la fuésemos a ver? ¿y si le llevásemos algo de dinero? De paso miraremos si es bonita y entonces la consolaremos con cuidado, le daré un socorro y al fin y al cabo caerá que sin duda cabe, resignada en mis abrazos amorosos, dijo, don Federico Sánchez Osores.
Dejaron a la exquisita celestina con los apreciables y ajados encantos. Salieron, pero ya no vieron en la acera lo amarillo de la luz, pensaron que como era ya de madrugada, pero quedaron atónitos viendo cerradas todas las casas derruidas, los tres señalaron la ventana en que se habían detenido; en el travesaño estaban las huellas de los codos, en el polvo acumulado, donde don Federico miro un pañuelo que reconoció como suyo y que sin duda se le cayó allí cuando se detuvo en esa ventana polvorienta. Sin la menor dificultad rompieron la puerta, quedó ante ellos una amplia estancia desmantelada y telarañosa, llenos de grietas.
Impresionados estaban los tres jóvenes, quedaron muy turbados se semblante, estaban muertos de miedo, ellos que antes, ante nada ni nadie lo habían tenido nunca.
Se volvieron a sus casas pensativos, cabizbajos. Se despidieron en silencio, esa noche y las siguientes no salieron a sus correrías. Sus padres estaban asombrados de aquel cambio drástico, eran otros. No hablaban, no comían en sus habitaciones se quedaron encerrados. Después de muchos días, se juntaron los tres una mañana y hablaron. Sus almas se abrieron a un nuevo amanecer, don Valerio Antuñano se fue al convento de Nuestro Padre Santo Domingo, don Indalecio Lares dirigió sus pasos al Real Monasterio de San Agustín y al de Descalzos de San Diego entró don Federico Sánchez Osores. Los tres mancebos comenzaron una vida nueva. Recompensaron las ofensas con que enojaron a Dios y le ofrecieron una vida de penitencia y satisfacción, convirtieron sus pecados en misericordia.
Párrafos del texto, Historia, tradiciones y leyendas de calles de México.
De Artemio De Valle- Arispe.
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