Se vio el mismo, en el féretro con cirios, alumbrando su rostro espectro tenía en las manos apretando un hueso humano. Entre ellos no había, ni tuyo ni mio. Los hombres de la corte tenían grandes quejas contra el Virrey. Se le encendió un extraño furor en el alma. Ya no era vida, era un eterno martirio, prometió a lucifer entregarle su ánima. ¿Las once?, dichoso que sabes la hora de tu muerte.
Leyenda de México.- La calle de don Juan Manuel ahora República de Uruguay, Calle Nueva, en el año 1590- 1698 era conocida como la “calle que va al Convento de San Agustín a las Recogidas”. En el siglo XVII se le llamó calle de Don Juan Manuel.
El Virrey Don Lope Díaz de Armendáriz, marqués de Cadereyta siempre andaba en buena compañía de don Juan Manuel de Solórzano, nunca el virrey daba algún paso sin su amigo. Los deseos de ambos eran iguales, comían en la misma mesa, se sentaban en el mismo palco del teatro, juntos iban a la plaza de toros, a las cabalgatas además con trajes iguales.
Ambos tenían buenas amistades, magníficos negocios que aumentaban su fortuna, muchos le tenían envidia, los enemigos más fuertes eran los de la Real Audiencia porque el Virrey le encomendó la administración de la Real Hacienda, el otro cargo era la intervención de las flotas que venían a la nueva España.
Don Juan Manuel organizó la armada de Barlovento estacionada en Veracruz para cuidar y proteger el comercio español contra los piratas ingleses y holandeses que asaltaban a los navíos para evitar su llegada a la Nueva España.
Pero este tenía en Madrid, conocidos que nulificaban los informes que le llegaban al rey Felipe IV y como le mandaba doblones de oro, el rey siempre los elogió, al Virrey y más de una vez le daba cargos A Don Juan Manuel.
Los hombres que trabajaban no podían ver al Virrey, buscaban a diario un medio para bajar a don Juan Manuel del poder, veía a los otros con prepotencia y arrogancia. Pasó la sublevación de Catalunia y por venganza lo acusaron y el enemigo se fue a la cárcel. El Virrey hacía todo lo posible por sacar a su amigo, don Juan Manuel fue a prisión y sufrió tomentos, al Virrey lo incriminaron injustamente de estar en estrecha convivencia con los sublevados catalanes por ese motivo lo mandaron a la Corte para que explicara su conducta.
El marqués de Cadereyta con gran tristeza, se fue de la Nueva España abandonando a don Juan Manuel de Solórzano, entre las manos de sus enemigos que sonreían por haber logrado sacarlos del poder, ya tenía sentencia, lo llevarían a la horca, cuando lo trasladaban al patíbulo, llegó una Real orden que tendrían severas penas y poner en inmediata libertad a don Juan Manuel que tan indignante lo habían vejado, el rey estaba seguro de su limpia y pura conducta. Otro favor don Juan Manuel, que le debía a su incomparable amigo el marqués de Cadereyta que le tendió la mano para sacarlo.
Con su esposa doña Ana Porcel, bella mujer de ojos verdes, elegante de ademanes finos, su marido estaba abatido, siempre triste, ya no tenía amigos. Ya entre sus manos tenía un rosario, movía las cuentas y sus labios con rezos fervorosos, solo leía libros devotos, iba seguido, después no salía del convento de San Francisco se quedaba viendo por mucho tiempo a la vírgenes y a los cristos de la iglesia, de pronto Don Juan Manuel quería ser fraile y que la muerte lo fuera a buscar en la paz del claustro.
No supo cómo le llegó una oleada de celos que no estaba tranquilo de día y de noche, con ojos alucinados seguía a todos lados a su mujer. Se iba tras ella por las calles para pescarla con su amante, Doña Ana, tranquila, radiando su inocencia seguía su camino esparciendo su perfume señorial.
Cuando estaban en la habitación don Juan Manuel se le iba encima le tomaba la cabeza y le reclamaba sus dudas, ella tranquila con vos suave le devolvía la paz. Le revolvía los arcones, cajas de joyas, alacenas, cofres de la ropa, para ver si descubría el misterioso papel como prueba de su infidelidad.
Escudriñaba la existencia de su mujer, buscaba y volvía a rebuscar en muebles y escondrijos, no halló jamás lo que él creía. Don Juan Manuel estaba convencido que doña Ana tenía un amante, de pronto él, estaba muy feliz y luego loco de ira. Estos celos, era una obsesión loca, no pudiendo encontrar nada, fue a ver a un brujo para que le ayudara a descubrir la prueba que se afanaba por hallar y le “mostró evidencia que su mujer le era infiel”.
El brujo lo llevó en una noche de luna, detrás de la iglesia del “convento De los descalzos de San Diego”, puso a don Juan Manuel hacía el oriente y una varilla de acebo (arbusto con pequeñas espinas) se lo untó siete veces en su cuerpo y su cara, con palabras de abra cadabra hizo un círculo, trazó en el suelo el pentagrama del diablo. De su boca arrugada y sin dientes, salían silbidos con palabras de la evocación, cuando termino rocío el circulo con sangre de un gallo negro que sacrifico hacía el oriente, el gallo muerto se lo untaba a don Juan Manuel mientras que el brujo murmuraba extraños conjuros.
Mi compadre Satán acepta mi alma don Juan Manuel, él y yo sabemos quién es el amante de tu esposa, si tan bien quieres saberlo, para que tomes venganza, sales de tu casa a las once de la noche, al primero que pase en esa acera mátalo porque es él que te robó tu honra y felicidad, yo y mi compadre Lucifer nos vamos aparecer a tu lado para confirmarte, de que al que le diste muerte es el amante de tu esposa, ahora márchate a tu casa que “las potencias infernales te guían”.
Al amanecer, en la calle Nueva se alzaba el caserón de don Juan Manuel de Solórzano, la “ronda” recogió un cadáver con una puñalada en el pecho, al día siguiente la “ronda” encontró otro muerto y la otra, otro más. Todos los días se encontraba un muerto en la calle Nueva entre charcos de sangre. Toda le ciudad se estremeció de miedo con estos crímenes continuos.
La Real Audiencia buscaba al criminal a pesar de sus hábiles investigaciones, seguía apareciendo un hombre muerto en la calle Nueva, a diario se conmovía la gente de la ciudad.
Don Juan Manuel tal como se lo dijo el brujo, noche a noche salía de su casa a las once y al primero que pasaba se le iba acercando con amabilidad le daba buenas noches pero ¿me podría decirme la hora? — las once-
Rápido y con agilidad le daba un golpe violento con la daga, derecho al corazón, quitándole la vida en el acto, solo se oía un quejido que se unía al ruido del golpe del cuerpo al suelo. Don Juan Manuel regresaba a su casa con una alegría maligna, según él, estaba seguro que este se había burlado de su honor.
Oía una voz que le decía, que el hombre que le había dado muerte, no era el amante de su esposa. Estaba furioso, todo el día esperaba con ansia las once de la noche para su venganza. Así asesino a muchas personas don Juan Manuel, como a veinte personas.
Una mañana la “ronda” levanto el cadáver de un anciano ensangrentado, reconoció a su tío a quien debía muchos beneficios, se llenó de desesperación había matado a su tío Don Francisco Díaz Medrano, al otro día otro muerto su primo Fernando Aguilar era como su hermano administraba sus bienes que le acrecentaba su fortuna. Tuvo mucho dolor en el corazón don Juan Manuel lo hizo volver en sí, que quería cobijarse a dios y lloró largamente.
Fue al Convento de San Francisco y se hecho a los pies de un fraile prudente lleno de años y virtudes, le pedía que lo oyera en confesión el franciscano aceptó, don Juan Manuel descargó sus enormes pecados creyendo que dios no lo perdonaría nunca.
El fraile le decía que hablara y el escuchaba con bondadosa gravedad el manifestó que su penitencia para pagar sus culpas, tenía que ir tres noches seguidas a rezar un rosario a las once de la noche en punto, al pie de la horca que estaba en la plaza Mayor y cuando fuera el último, después lo recibiría en el convento.
Esa noche era tenebrosa y solitaria fue a la plaza Mayor a empezar su rosario de penitencia no terminaba de rezar cuando oyó una voz lenta y quejumbrosa ”U n padre nuestro y un avemaría por el alma de don Juan Manuel de Solórzano” todos los miembros de su cuerpo temblaron, el arrepentido caballero, muerto de miedo termino su rezo y se fue de la plaza con paso acelerado.
Para contarle la voz que escuchó, su rostro tenía facciones de pánico, el fraile sonriente le ordenó que volviese a rezar su rosario que hiciera la señal de la santa cruz si sentía miedo, todo lo que pasaba era ardid del demonio que quiere tu alma,- vete en paz yo rezara por ti-.
En la noche muy sumiso llegó don Juan Manuel a la plaza, toda obscura y siniestra, se persigno para empezar el rosario, cuando quedó inmovilizado en zozobra, oía un gemido de agonía y ruido que arrastraban cadenas. Volvió el silencio, don Juan Manuel sintió el escalofrió de la muerte al ver que entre las sombras había más negrura, pasaba lenta y solemne, una doble fila de encapuchados, en sus manos se agitaban las llamas amarillas de los cirios que pasaban a lo largo de la calle.
Entre ese cortejo iba un ataúd con colgantes de tela negra de luto con rayas plateadas, que encerraban el cadáver de don Juan Manuel.
Se vio el mismo en el féretro, los cirios que alumbraban su rostro con una palidez amarilla, cayó de pavor dio gritos de terror al verse y se dio cuenta que entre las manos apretando un hueso humano, que en la punta ardía fosforescente, verde, azul, amarillo, esa luz calcárea le ponía la cara un color de espectro.
El corazón se le salía a don Juan Manuel, el miedo lo sacudía, sintió la parálisis de terror. En la oscuridad, aquel cortejo siniestro se lo tragó la noche, don Juan Manuel empezó a rezar con balbuceante y tartamuda y termino sus oraciones.
Muy temprano, cayéndose, sin aliento con una palidez amarilla fue don Juan Manuel al convento de San Francisco a ver a su confesor, todavía sus ojos alucinaban fantasmas de la noche anterior. Abrasaba las piernas del fraile, sus ojos imploraban entre lágrimas su ruego, suplicando que por el amor de Dios lo absolviera ya de sus pecados antes de morir.
El padre Francisco por no faltar a la caridad, le dio la absolución que le pedía con angustioso ahínco. Pero lo mandó aún esa noche, al pie de la horca para rezar el rosario que faltaba. Salió don Juan Manuel de la celda temblándole el pulso y el corazón.
No decía ninguna palabra, era toda palidez y zozobra. Salió de su casa esa noche con el rostro desfigurado, apretaba el crucifijo del rosario en su pecho. Llegó a la plaza Mayor y oyó un grito, un grito largo desgarrador que entro a las campanadas de las once, alucinante.
A la mañana siguiente todo México vio, con asombro grande pendiente de la orca, el cadáver del rico caballero don Juan Manuel de Solórzano, privado del marqués de Cadereyta. La gente decía; persignándose, que los ángeles lo habían ahorcado y rezaban por él una oración.
Los de la audiencia del reino se miraban unos a otros y sonreían, y algunos con las manos pegadas al pecho se las frotaban con gusto.
Compendio de Historias Tradiciones Y Leyendas de las Calles de México.
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