El espectro de un clérigo pecador vivía en el convento, durante muchísimo tiempo estuvo buscando quien lo escuchara. Había sufrido mucho el fuego del infierno para salir de ahí, tendría que buscar a alguien que le hiciera caso, con ayuno, misas, rezos y sufragios. La novicia para convencer a la comunidad necesitaba una prueba, el clérigo le quemó un brazo.
Leyenda de la calle de Jesús María, hoy 3ª de este mismo nombre. Sor Petra de San Juan era una monja del Real Monasterio de Jesús María, su nombre era Tomasina Guillén Hurtado de Mendoza. Sufrió Tomasina los mayores dolores. No hubo momentos de alegría ni de paz. Su madre fue de un genio arrebatado, por cualquier cosa se encendía en cólera.
Siempre andaba en la casa con sus gritos, a Tomasina siempre la tenía hilando o bordando paños para la iglesia, casi no había día en que la agarrara a golpes, en todos lados de su cuerpo tenía cicatrices. La madre la puso en el convento donde vistió el hábito blanco de novicia, no tenía vocación de religiosa, regresó con la madre, que la volvió a colmar de golpes y maltrato. Enfermó Tomasina, le dieron calenturas pestilenciales, después se agravó que se puso a la orilla de la muerte. Ofreció voto a Dios si le devolvía la salud, que regresaría al convento.
Sano y con su entereza antigua, no cumplió lo prometido; pero se puso el hábito de Santa Teresa, creyendo que quedaba legal su palabra. La madre seguía de irascible con ella, continuos rigores, regaños, golpizas. La llevó al convento donde pasó largos meses en castigo. Tomasina encontró la manera de dejar el convento y cuando llegó con su madre la agarró con feroz azotes, se matrimonio con don Francisco Pimentel.
Creía encontrar un feliz sosiego a lado de su marido, Don Francisco Pimentel era hosco, antipático, siempre con gesto airado, era muy celoso. Sus celos eran exagerados hasta la demencia, cuando él salía a la calle Tomasina la encerraba en un cuarto pequeño de la casa con llave y hasta tranca le ponía a la puerta.
La trataba muy mal le daba una triste vida y ella abnegada, sumisa, lloraba y lloraba. Le iba tan mal, que quería regresar con su madre, ya no era vida con ese mal hombre.
Por fin gracias a Dios Don Francisco murió. Tuvo una disputa con unos jugadores que le clavaron una daga. Tomasina ya tuvo días de descanso. Le aconsejaban sus amigas y el sacerdote que regresara al convento y ella no se decidía. Tomasina fue al convento de Jesús María a encargar unos dulces, había una monja que los hacía riquísimos, se lamentaba con las religiosas, que la vida solo le dio penas, ningún gozo nunca ha escuchado las campanitas de plata. Una viejecita le dijo, -Vuelve a casa, pan perdido; mira lo que haces-.
Doña Tomasina se quedó pensando, en las palabras de la viejecita, a todas horas las palabras las tenía en la cabeza. Determinó regresar al convento, volvió a vestir su hábito blanco de novicia. Ya en esos días sentía mucha calma, tenía una tranquilidad de ensueño, una placida serenidad envolvía a Tomasina.
Las monjas conversaban en una sala “De Profundis”, en el patio, en los claustros, que ellas presenciaban cosas extrañas sobrenaturales, que muchas religiosas habían visto, en dos Jueves Santos seguidos, pasear por la huerta a la hora del crepúsculo, a un clérigo alto y seco que también lo habían visto subir por las escaleras muy calmado, desde luego, que se notaba que no tenía vida, estaba muerto.
Una noche soñó con él, lo vio alto y flaco como contaban las monjas con cara de angustia el espectro. Le dijo; que hace años, muchos años que padecía de tormentos en el purgatorio, y que no había logrado que ninguna monja le oyera para contárselos y rogarle sufragios, penitencias que lo sacaran de esas espantosas, inacabables torturas y le pidió con ansia que consiguiera que toda la comunidad rezase por él y que ella ayunara a pan y agua hasta que Dios lo sacara de ahí.
Tomasina fue a su confesor y le contó el sueño que tuvo, el cura pensando que era de su imaginación, le dijo, que se lo encomendara a Dios, aquel clérigo que estaba penando. Casi a diario soñaba lo mismo, veía al espectro llorando, con brazos tendidos hacía ella.
Tomasina- hija mía apiádate de mi- haces bien en obedecer a tu confesor, pero él no esta sufriendo por lo que yo paso. Las oraciones que pido en caridad ha de hacerlas todo el convento, y solo tu ayunaras a pan y agua. -Ten compasión de mi-.
-Yo ayunaré, pero como voy a convencer que toda la comunidad rece, si nadie me cree- ¿ como convenzo de mi verdad, que pruebas tengo? Te creerán, Tomasina; ya verás cómo te creerán, diciendo esto el difunto clérigo agarro un brazo de la novicia y se la apretó.
Tomasina gritó, tenía un dolor muy fuerte, llegaron con luz las otras novicias atraídas por los gritos, en el brazo tenía marcado con quemaduras humeantes los cinco dedos del clérigo. Era la mano del difunto que dejó impresa, entre lágrimas contaba su espantoso sueño, al día siguiente empezaron las misas y rosarios para el descanso del alma del difunto que pedía oraciones. La comunidad ya rezaba, se le avisó al arzobispo Don Fray Payo Enríquez de Rivera y este mandó a Don Antonio de Cárdenas para ver las quemaduras del caso inaudito. También fueron médicos maestros de la Universidad contemplaron estupefactos las rojas quemaduras de mano y cinco dedos, bajo juramento certificaron que aquel fuego no era de este mundo.
El sabio don Carlos Siguenza y Góngora habló de este extraño caso y pavoroso que conmovió a toda la ciudad de México, cuyos habitantes los más calificados dieron fe yendo a Jesús María, a ver a la novicia marcada con fuego de ultratumba.
El famoso Don Carlos en su “Paraíso Occidental” que “ o por vecino o por curioso dos días después conseguí ver esto en la portería, y aunque como mozuelo estudiante no puse todo aquel cuidado que se debía, acuérdome muy bien que no se extendían las quemaduras sino a lo que con las yemas y parte de los segundos artejos de los dedos se había oprimido, esto parece haber sido con alguna fuerza, eran aquellos en extremo grandes; quedaron allí estampadas las reyas y mayores poros de los dedos del difunto distintamente, no se veía inflamación ni en la circunferencia de las escaras, ni en lo restante del brazo”.
Anquilosado y sin ningún movimiento por la quemadura de los nervios. Los más competentes cirujanos para que volviese a quedar sano, solo los dolores se le fueron yendo poco a poco, no desapareció aquellos dedos escarlata impresos en su carne.
En unas semanas más, se puso al ayuno que había prometido, como aún estaba desfallecida de debilidad, muchas religiosas se ofrecieron con gusto a suplirla en su penitencia; esa noche soñó con el clérigo, ya no tenía tanta pena en su cara, le dijo que ella sola debería de ayunar, y las demás monjas le ayudaran en constantes sufragios para que pronto tuviera fin su espantoso purgatorio, y que en el mismo día en que saliera de sus tormentos quedaría sana de su brazo, que él también, por su parte, al estar en gloria, la ayudaría con sus ruegos a la misericordia de Dios, y con solo tres dedos la agarró por el otro brazo.
Tomasina volvió a despertarse con gritos de dolor, todo México volvió a ver aquellos dedos marcados como braza.
Hasta que Tomasina perseveró con firme constancia en sus ayunos. Sor Petra de San Juan fue ya su nombre en religión. Desde ese día en que profesó 22 d2 Septiembre 1696 hasta su muerte el 18 de Octubre 1779, se dedicó Sor Petra a una vida de ásperas penitencias, refinando y perfeccionando su espíritu como plata acendrada.
Dormía, muy poco en una estrecha tarima sin ningún aderezo ni cabezal, se cubría con una manta áspera de arpillera, andaba llena de cilicios de cerda y de agudas cadenetas; en el pecho y espalda traía pegadas hojalatas agujereadas como rayadores de cocina.
Muchas veces dejaba sangre en el suelo de lo abundante que emanaba, traía su cuerpo apretado siempre, sin descanso en martirios.
De sangre salpicada las paredes de su celda, por las disciplinas que tenía su carne. En sus zapatos traía piedrecillas, o clavaba en las suelas clavos.
La monja siempre apacible y suave, sonreía sin dar muestras de ningún sufrimiento. Todas las cosas las veía con bondad.
Pasados cuarenta años, oyó en su sueño repique de campanas de fiesta. Al día siguiente se alborozó todo el convento. Había amanecido Sor Petra de San Juan con el brazo destorcido ya con todos sus movimientos, las marcas rojas de los dedos en los brazos se desaparecieron.
Con estas señales, evidentes y claras, comprendió todo el convento que el clérigo pecador había salido ya del purgatorio y que a la diestra de Dios gozaba de la gloria, extasiado en los cantos de los querubines.
Párrafos y rezumen del Texto: Historia, tradiciones y leyendas de calles de México. Artemio de Valle- Arispe
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