Ponciano y Chirivas estaban muy apegados al padrino de este, siempre iban a las visitas periódicas del mentado compadre, cuando volvían de ahí se encontraban en estado lastimero y sanguinolentos. Tenía muchos libros con jeroglíficos pero los entendía bien. Formaba círculos con un soga entraba dentro con libro en mano leía salmos. Y llegó Chirivas a vivir con él.
Leyenda de México, la calle Tecomaraña (2) de Manuel Doblado. Un hombre de rostro chupado, alto de estatura, flaco, tenía barba entre cana, sus ojos con vista desparramada, se decía que andaba así porque no comía nada sólido, a todas horas estaba bebiendo alcohol que sacaba de gota en gota y le producía no hablar claro.
Sus ropas harapientas, con agujeros su camisa de semanas puesta tenía hedionda mugre, siempre abierta hasta la barriga se veía el mugroso estropajo pelambrera el pecho, en la cabeza sus pelos mantecosos, parecía blanco, si eran canas o liendres.
Este hombre se llama Ponciano Arganda, leía y releía con mucho afán libro raros que sus páginas habían círculos extraños cruzado con rayas en muchas direcciones y en la punta un número. ¿Qué libro era? Se veía ruedas, parecido a de rosas de los vientos, habían garabatos en cada punto, había páginas de triángulos, cuadrados, polígonos encima de estas figuras muchas líneas y en las puntas garabatos.
Ponciano se quedaba largas horas tratando de entender aquello, en un cuaderno apuntaba algo con nerviosismo, sin pestañear seguía leyendo, su codo en el brazo del sofá y largo rato ahí estaba.
Después que leía caminaba en la estancia con las manos hacía atrás, a veces se detenía y seguía por un buen rato andando en el cuarto, mientras alisaba su barba, después regresaba a su silla y sus libros, un silencio en la sala, en el viejo caserón, era el mismo de la calle de Tecomaraña. De repente muy rápido, se ponía de pie se quitaba de la cintura una reata de ixtle, se la pasaba cerca de la boca de punta en punta, a la vez hablaba quedito como cosas sin sentido, ensalmos cabalísticos, se tiraba en el suelo formando un círculo él en el centro pero entraba en un brinco alto y elástico.
Daba vueltas a su contorno y decía cosas inintelegibles y con otro gran salto elevado quedaba fuera del aro iba rápido al armario sacaba un frasco con brebaje que destilaba de su alambique le puso menjurjes verdes y rojas, de fuerte sabor hacía gestos cuando lo tomaba, echaba humo por la boca y nariz. Desde una altura dejaba caer el chorro del líquido se levantaba una espuma leve, Ponciano regresaba al círculo con ágil movimiento entraba y tomaba aquella tasa de la mano, su rostro se deformaba por muecas, se desorbitaban los ojos, abría y cerraba la boca le salía humo apestoso.
Ponciano agarraba su capa vieja se envolvía y decía; “voy a acechar a mi compadre” y caminaba calles adelante ¿adonde? Nadie sabía a donde entraba, se desconocía el lugar donde se dirigía, toda la noche fuera de su casa, al día siguiente llegaba cojeando lleno de contusiones, con la cara arañada, ojos morados como que le cayeron a golpes, la cabeza se le veía como que le arrancaron manojos de pelo.
¿Quién agredió a Ponciano? ¿Fue acaso su compadre?, todos los vecinos ignoraban lo que le pasó y nadie conocía al dichoso compadre, esa era las peregrinas visitas que siempre hacía, así regresaba con el cuerpo aporreado, surtido de moretones y el que lo hizo habrá quedado fatigado con el trabajo ¿Por qué Ponciano regresaba a esas visitas?.
Un día don Ponciano llegó con un adolecente como de dieciséis años, dijo que era su hijo y que su madre había muerto de sobre parto al quedar huérfano se lo dio a su cuñada pero ahora y ya falleció, y ya lo trajo a vivir con él.
El chamaco era flacucho con una delgadez extrema, dientes disparejos, pelirrojo, en su rostro pecas, abundante cabello rizado alborotado con piojos, ropa sucia, “De tal palo tal astilla”. El rapaz era antipático, nunca miraba de frente, nadie sabía su nombre le decían; el Chirivas, todos los del barrio así lo llamaban, el joven era arrogante siempre al fondo del caserón, le gustaba estar en la tierra del corral o se subía a la azotea a ver las nubes, en la calle con nadie cruzaba palabra, ni se detenía a ver algo, no tenía amigos para pláticas o paseos.
Andaba despacio con gesto desabrido, don Ponciano lo llevó a visitar al compadre y el chirivas regresó hecho una lástima, la cara de arañazos como si se lo hubiesen hecho los gatos, un ojo todo ribeteado de morado, el joven estaba más despreciativo, más intratable, a todos veía como que nadie tiene algún valor.
De pronto el Chirivas se convirtió el más malo de la barriada de Mixcalco, de pacífico a rebelde, con una honda disparaba piedras a las ventanas y puertas de las casas le gustaba oír el ruido de los vidrios, también le daba pedradas a las personas a niños y ancianos parejo, además que de su boca salían insultos que parecía que aprendió de maestros de la cárcel o tabernas.
Ponía mala lengua contra la Divina Providencia, a todos les asustaba tanta blasfemia contra Dios y los santos, se carcajeaba con grosero cinismo. El Chirivas era más desvergonzado, era muy joven para ser duro e inhumano.
Parece que con las visitas al compadre de don Ponciano su maldad acrecentaba, tenía ya instintos siniestros, empleaba su entendimiento en hacer daño, era rijoso, parece que de las visitas largas el cuerpo del mozalbete llegaba arado con profundas heridas a veces lo hacían renquear y quejarse.
Una tarde vieron salir del caserón a Ponciano y al pelirrojo los dos discutían fuerte, empezaron a insultarse, ambos iban a las periódicas visitas al compadre, en las que regresaban en estado deplorable. Ese sujeto desconocido, le tenían mucho apego y fidelidad.
Pero ellos esta vez no regresaron, ni el hijo y ni el padre, pasaron los días y noches nunca volvieron, como si se los tragara la tierra paso el tiempo el caserón de la calle Tecomaraña estaba abandonado, cerrado las personas que pasaban cerca decían que sentían un escalofrío.
Paso el tiempo, meses y una noche se encendió con fuego rápido, alquitranado, en llamas toda la casa, la candela hacía pirámides, pronto fue un montón de piedras y carbón.
Un sacerdote de edad mayor, de mucha virtud y sapiencia dijo, que los que veían la avidez del incendio, que aquel fuego vino del cielo y aquel compadre de Ponciano era el demonio.
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