Sucedió en la antigua Catedral en la Plaza Mayor. En la angosta y pobre Catedral de México, por ser pequeña no mereció alabanzas. Se levantaba en la Plaza Mayor y la menor, que las dos, después se llamó Placeta de Marqués y frente a ella el palacio de Hernán Cortes Marqués del de Valle de Oaxaca.
Leyenda de México. Fue construida en 1525 como parroquia y quedó como iglesia en 1530, el Papa Clemente VII le dio el rango de Catedral.
En esa Placeta estuvo el templo de tezontle, del gremio de los talabarteros en la que se adoraba a la Santa Cruz. Detrás de ella el Portal de los Chapineros que era del Estado y Marquesado del Valle.
En el año 1733 o 34 demolieron estos portales en el año 1834 la tiraron completamente. En ese lugar en tiempos pasados estaba el templo de nombre “Tozpalatl” manaba una fuente muy venerada de aguas claras, en las que bebían los fieles por devoción a la fiestas de Huitzilopochtli, hacían rituales de purificación los sacerdotes de esa "horripilante deidad".
A lo largo de la pequeña iglesia de la Catedral, de Oriente a Poniente se abría la puerta mayor entre dos pilastras, a una caía hacía la Placeta del Marqués, la otra hacía el lado contrario que la nombraban de los Canónigos, esta iglesia era de la Asunción de María Santísima y su imagen de gran tamaño, era de oro macizo de primorosa hechura.
Los brutos capitulares mandaron a fundir esa joya. Con las enormes piedras del gran Teocalli, que erguía su alta mole en medio de la gran Tenochtitlan, macizaron los cimientos en la que se fundó tan menguada fábrica y aún para labrar las columnas y basamentos de sus tres naves, en la que se hincaban de rodillas los indios y lloraban sin consuelo.
Los frailes decían que el llanto era de puro arrepentimiento que sentían los indígenas de sus maldades. Ingenuos misioneros, aquellos grandes lloros era porque se sentían en gran desamparo, abandonados de sus dioses que veían por los suelos todos despedazados.
Este templo se consideraba indigno, insignificante, poca cosa, para una gran ciudad como México. En los años 1551 y 1552, se tenia que hacer “una de acuerdo a la grandeza de la Colonia”. Empezaron los hondos cimientos para que se erigiría el magno edificio y alzaron algunos muros, pero vieron que iba a pasar muchos años para terminar esa grandiosa construcción.
Chica pero era mucha utilidad, ahí hubo esplendidas ceremonias religiosas y otros atrayentes suntuosidad de otros actos. Solo, cuando eran actos importante se prefería otra iglesia para celebrarlos, como en san José de los Naturales que estaba en el convento de San Francisco.
En el año 1528 no había autoridad eclesiástica en la Nueva España, llegó a manos del gobernador de la ciudad, Alonso de Estrada un mensaje del Papa reinante Clemente VII, quien otorgaba la gracia singular a los habitantes de México de que ganasen el jubileo, privilegio que solo Roma lo alcanzaba y eso cada 25 años.
Llegaron las letras pontificias al Ayuntamiento y se acordó la propuesta, el Gobernador que el “día primero de Pascua de Resurrección y el de Navidad” para que aprovecharan los beneficios del Padre Santo. Se dispuso que el altar mayor de la Catedral fuese el lugar de ese ejercicio, en el cual se alcanzaba indulgencia plenaria, solemne.
Se le comunicó al cura de la iglesia Ginés Uceda a fin de que preparara todo lo necesario para un gran lucimiento y pompa de la ceremonia jubilar.
En la ciudad, que apenas empezaba alzarse, ahí estaba toda la piedra de la destruida Tenochtitlan, se encendió una gran fiesta que pregonaban gozo y alegría en las casas, había gente que lloraba de contentos otros se daban parabienes.
En esos mismos días era la boda de Doña Elvira de Zarzosa, de alcurnia y tiesa doncella que tenía historial heráldico y Francisco Xavier Quiñones pariente cercano de Alonso de Estrada, el bronco Gobernador.
Ella quería casarse en San José de los Naturales, era grande y así alcanzaría mucha concurrencia, después se le antojó que la casara el cura Ginés Uceda en la pequeña Iglesia Mayor. El cura dijo, que gustosísimo que sabía que el templo quedaría adornado hermosamente por el acto. Pero el cura sabía el mal carácter tenía el tal Estrada, el atropellaba a cualquiera, le valía la ley, solo su nombre era temido así que no le sacaba ningún enojo.
El cura adornaba y era el policía de su iglesia. Consiguió telas para adornar las paredes y consiguió muchos objetos de plata plata, jarras bandejas, fuentes, garrafas etc. Para el buen ver de las mesas para engalanar el altar mayor, exquisita obra de Andrés de la Concha enriquesida con pinturas del inquisidor Simón Pereines, además compró mil adornos , casi todas las velas de cera de la ciudad, para realzar aquella belleza.
Hacía poco que llegó un navío con abundancia de todo lo necesario para hacer cirios, velas gruesas para los templos y para las casas. Cuantos cirios y velas pudo, adquirió el cura Ginés Uceda. Faltaron jarrones, para poner las flores, las que habían en olorosas cargas estaban en el humilde recinto, el padre estaba seguro de tener contento al Gobernador.
La frívola Doña Elvira, ahora se le antojó casarse en la capilla de la Casa de Cabildos, era reducida, solo para que alcance su cuidada selección de invitados, en los otros templos entrarían otras personas de calidad baja, se lo comunicó al padre Ginés y desde luego se molestó, que le hicieran menos precio de su templo y que no estimaban lo que había preparado con mucho trabajo y dinero. Por el desaire el padre Ginés se encabronó, le dijo, de cosas a Alonso de Estrada y a Doña Elvira a esta de sus pecados y al otro falta de calzones y le echaba sonoros verbos y sentencias despampanantes muy a la real España.
Aquel pulido adorno de su iglesia serviría para la “celebración del jubileo” y aún pidió más adornos de plata y se lo traían, le llevaron altos pinos dorados para adornar más el atrio mayor. Al día siguiente, de la boda, se celebraba el jubileo y las personas esperaban con mucho regocijo, todos iban a admirar la iglesia llena de lucidos esplendores.
La Capilla de las Casas Consistoriales, no había en ellas sus objetos propios, la más pulidas platas de las casas ricas ya estaban en la iglesia Mayor, los pudientes no tenían que prestarle a la capilla, Sobre todo, lo más grave no había velas de cera por ninguna parte; el cura Ginés requisó todas de la ciudad, los que la fabricaban se las dio a buen precio, otros que las tenían en sus casa se las regalaron al fraile para aumentar la pompa del beneficio del jubileo que revertía la medida del gozo.
Francisco Javier Quiñones dijo; es cosa fácil esta dificultad, se pide prestado al padre Ginés unas cuantas velas y cirios de esos cuatro y doce no son muchas.
El clérigo dijo, que no, que no daba nada y el Gobernador tornó su ruego, que si no lo quería facilitar entonces que le pagaría lo que pidiera, necesitaban velas y vino de consagrar y recibió un rotundo ¡no!.
Molesto, Francisco Quiñones fue por Alonso Estrada que era conflictivo, para acordar y ver los dos al padre Ginés y diera en el acto las velas tan necesarias para el altar de la capilla municipal.
Sabedor que iban los dos señores a la iglesia mandó a que quitaran con la mayor prisa toda la cera del altar, la ocultó lo mejor que pudo, solo dejó en el altar dos consumidos cabos que levantaban apenas sus débiles llamas. El párroco sonriente, fino y amable, recibió a los dos caballeros, les ofreció silla y cojín para sus pies, les ofreció una bebida para tomar con ellos que lo tenía en la sacristía. Dijo el Estrada, con autoridad y tono fuerte, que iban por la cera necesaria para el casamiento y el sacerdote en actitud humilde, acentuando más la amabilidad respondió: -Aquí no hay más cera que las que arde-. Y los vio con una delicada sonrisa.
A los dos caballeros le centellaron los ojos con fuego. Quiso emparejar su furia como la de su pariente el déspota Gobernador que era soberbio y cruel.
Siempre usó injusticias y crueldades. A todos tenía fastidiados de su tiranía y avaricia ¡Bueno era él para quedarse tranquilo con la respuesta ladina del cura!. Mandó a unos soldados a buscar y revisar todo el templo, para ver en que lugar que estaban escondidas las codiciadas velas, fueron los militares que encontraron los cajones, unos en la sacristía, otros detrás del altar, hasta en la azotea del templo. Se escandalizó toda la ciudad de la irreverencia, la gente no recordaba maldición o palabrotas en contra del pernicioso Gobernador, que solo gobernaba por su interés y capricho. A todos maltrataba con insolencia, sin respetar ningún fuero de justicia.
Fue todo esplendor. Volvió la cera más mermada a la Catedral para la celebración del jubileo y el primero que se presentó a ganarlo fue Alonso de Estrada, ¡el muy hipócrita, el muy miserable! No alzaba los del ojos del suelo, era vivo ejemplo de humildad. ¡Caramba con el! La Iglesia Mayor resplandecía de hermosura. Era una viva refulgencia de luces. Hería los ojos su resplandor.
Después hubo una inevitable queja al Emperador, maldito el que se ocupaba de esas nimiedades. El cura Ginés hizo larga querella del agravio. El gobernador Alonso de Estrada y su pariente el Quiñones se defendieron de los cargos, falseando la verdad con embustes, según era su costumbre. Transcribieron al monarca la frase mentirosa que les dijo el cura “Aquí no hay más cera que la que arde” cuando dolorosamente tenía mucha escondida. La frasecilla corrió con buena suerte desde entonces tanto en España como en México se dijo para significar con ella que uno no tiene más que lo que se ve de aquella especie de que se trata.
Texto y párrafos de Compendio de Historias Tradiciones y Leyendas de las Calles de México.
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