Doña Andrea Sandoval, apenas asomaba a los diecisiete, cuando su autoritario hermano don Humberto, la obligo a casarse con don Lorenzo Porreño. La doncella sumisa fue a la boda. No tuvo voluntad para enfrentar a su hermano que mandaba por ser cabeza de familia en ruina. Los Sandovales de Olmedo fueron empeorando y cayendo a las orillas de la pobreza. Perdieron sus posesiones y ricos heredamientos. Aquellas y continuas menguas en su caudal, decidió don Humberto, altivo y pomposo, unir en matrimonio a su hermana Andrea, con el rico don Lorenzo Porreño.
Este hombre le dijo, que estaba enamorado hasta el entresijo de esa fulgurante beldad. Este rendido galán, atravesado por la flecha del amor, tenía la gallarda postura que dan los setenta años bien corriditos hacia los setenta y cinco, con largos adornos de enfermedades, achaques que son por la edad, que proyecta más por la quietud del sepulcro que para el bullicio del tálamo.
El enamorado un viejecillo risueño, cordial, parsimonioso, lleno de pulidas reverencias y de joyas y lleno también de reumas, catarros, constantes cólicos, constantes empachos, toses tercas que le ponían el rostro cárdeno (morado), le sacaban abultadas venas de la frente. No sé qué cosa complicada tenía en el hígado, en el riñón y en las tripas. Hablaba con ademanes exquisitos y matizaba sus palabras que fluían clarísimas de su cerebro caduco.
En cierta ocasión en una casa mayorazga vio don Lorenzo Porreño danzar a Andrea Sandoval de Olmedo, que se le iba los ojos y las lenguas. Bailó una pavana, enseguida una jacarandaina. Andrea en esos bailes era una línea multicolor en el aire. Su cuerpo pudoroso y honesto el armazón de sus movimientos eran frágiles. Desde ese instante don Lorenzo empezó a quererla como cosa divina, perdido en amores.
No hay alma tan helada
Que amor no agarre, prenda y engarrafe
Dice, en la Gatomaquia Lope de Vega bajo el nombre de Tomé de Burguillos. Don Lorenzo no hacía más que mirar a Andrea y le parecía no tener bastantes ojos para gozar de tanta hermosura. Era la estampa misma de la belleza; “Ojos verdes, cejas y pestañas negras, de cabello rizos y copiosos, boca que la miran cuando ríe y gentileza de cuerpo”.
Don Lorenzo fue amigo del padre –altivo y orgulloso- fue a su casa y supo de la pobreza que ahí había, también supo de las deudas abundantes y atrajo a don Humberto con sutiles promesas de componerle sus grandes adeudos. Don Humberto entendió bien, como que no era tonto, las veladas insinuaciones del vejete para libertarlo de la servidumbre y de los tercos acreedores a fin de que sus bienes queden a salvo. Porreño le iba a ordenar y a enderezar la vida.
Aquí fue cuando don Humberto dispuso que su hermana tomara la carga de aquel amor desmesurado. Determino don Humberto el casamiento y Andrea cumplió su mandato del hermano intransigente. No tuvo más que caminar por donde la guiaban, atropellándole y negándole su propia voluntad. Don Lorenzo Porreño, le hizo presentes de mucho precio y siguió cortejándola con demostraciones de ternísimo amor. La veía en su estrado y después ojeando en su ventana como mozo enamorado, hasta que llegó el día de la boda, que para el apolillado vejancón fue regocijo y fiesta.
Pero a la damisela le cubrió la boda, el corazón y los ojos de nieblas y sombras. Su rostro iba de acuerdo con su sonrisa triste. Para la infeliz las canciones eran como lamentos. El casamiento se verifico en la iglesia de san Bernardo, que el acaudalado Matusalén colgó todos los tapices, hasta la hubiese cubierto de planchuelas de oro; multiplico ramos de flores , cientos de cirios y de velas, y al sacerdote que les dio la bendición, le regaló una bolsa de terciopelo repleta de peluconas de oro. En casa de los Sandoval de Olmedo fue el festejo nupcial. Gastó mucho el viejecillo en el banquete y en el sarao, y fue lo más calificado e ilustre de la ciudad, que llenó las salas de rumor de sus sedas y en ellas las innumerables cintilaciones de sus joyas. A la trasnochada quiso don Lorenzo, lleno de parabienes, irse a su casa con la linda esposa. Doña Andrea no apareció. ¿ En dónde estaba doña Andrea? La buscaron por todos los aposentos altos y bajos y no se dio con ella. Numerosos invitados, lacayos y pajes subían y bajaban escaleras, entraban y salían de unas habitaciones a otras, buscándola por donde quiera. Don Lorenzo se angustiaba, ya abría los ojos desesperado como lleno de aflicción, daba golpes con su bastón de grueso puño de oro, y luego desolado en una silla, se ponía de pie, iba y venía inquieto, impaciente, con su bastón, bebía agua; volvía se a sentar, no encontraba postura cómoda. Traía don Lorenzo hecho pedazos el juicio y el ánimo
Se marcharon los últimos convidados y el viejecillo se quedó anonadado, parecía más tembloso, más senil. Don Humberto retemblaba de rabia escudriñando la casa de arriba abajo, en busca de la desaparecida hermana, contra la que echaba maldiciones. Don Lorenzo se había sosegado; ya no decía nada el vejezuelo, todo doblado en su sillón tosiendo y llorando en el vasto salón lleno de luces que bajaban de candelabros de las profusas arañas de cristal.
En la ciudad solo se hablaba de la desaparición de doña Andrea Sandoval. Que estaba oculta fuera de México en un poblado aledaño, que se hallaba refugiada en un convento hasta se decía el nombre de esta o aquella casa de monjas; otros aseguraban que se metió en la morada de unos parientes a quienes no les pareció bien aquel matrimonio disparejo. Pero doña Andrea no se le encontraba por ningún lado, hasta hábiles porquerones (ministros de justicia que apresa delincuentes) investigando su paradero.
Pasaba días y días, ni rastro de la desaparecida, y el chismorreo anda vivaz y regocijado. Don Humberto seguía con mayor enojo y don Lorenzo más sumido en su dolor de consuelo mortal. Se le había borrado la alegría. La tristeza le consumió la carne, el pobre vejete condenado a perpetuo llanto. Llamaba a voces, desconsolado a la Virgen y a muchos santos para que pareciera Doña Andrea su linda esposa.
Como a los veintitantos días de la fuga de doña Andrea, don Humberto sorprendió a una vieja criada que subía sigilosa a la azotea con una excusabaraja (cesta de mimbre con tapa) en la que llevaba comida; la sujeto con fuerza, le hecho maldiciones, la amenazo con llevarla a la cárcel y acusarla a la Inquisición o a la Acordada ( tribunal que ejecuta orden), si no decía bien claro a quien le lleva esos alimentos. La fámula temblando y llorosa manifestó que era para su señora, que estaba escondida en unos cuartuchos de madera arrimados a la citarilla (muro).
De inmediato fue a sacarla de ahí, avisó a don Lorenzo de su hallazgo. Con esa nueva, le renació el amor al vejete, hasta los huesos se regocijaron con la estupenda noticia. Quería ir corriendo a ver a su esposa. Pero con toda su gravedad y achaques quería dar saltos de placer y bailar el bullicuzcuz (baile americano) aunque se hubiera desarmado a los primeros meneos. Enseguida fue el coche al palacio de los Sandovales de Olmedo quería que los caballos vayan a toda prisa. En poco salió con Andrea. El hombre con el desgaste del regocijo, parecía más escuálido, más vencido por la edad, más pellejudo y tosigoso. Se apoyaba don Lorenzo por una parte en su bastón de ébano y por la otra en el brazo de su compañera quien caminaba cabizbaja y lenta.
Quería don Lorenzo descansar, después de su sosiego. Determinó irse con su esposa a una aislada quietud de una de sus haciendas, en ese momento llegó unos papeles de España, en que se le comunicaba que le esperaba una silla en el Supremo Consejo de la Indias, y cuanto antes debería salir de México para ocuparla. El rey don Carlos III le hizo esta alta distinción a don Lorenzo Porreño porque sabía de su ciencia de su discreción y sensatez. Pues no debe de tener nada se sensatez porque se matrimonió con una moza, y como dice el refrán “ Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. Así fue, pero no tuvo los intangibles adornos frontales, no, eso no; sino que se le fue la vida en un santiamén.
Después de la navegación larga y penosa, porque el barco siempre tuvo vientos contrarios que encrespaban la mar y en tierra mucha nieve y lluvias, tomaron el camino por rodeos. Por fin llegó don Lorenzo a Madrid y se acomodó en un viejo caserón palaciego de la calle Atocha, que la hizo suyo y lo puso guarnecido y entapizado. Un lujoso lugar, pero no gozó mucho de este lujo brillante, no le dio tiempo la muerte, ni siquiera tuvo ocasión de presentar a su esposa en la corte para que luciera sus gracias y sus abundantes galas. Los delgados aires matritenses se le metieron entre el cuerpo al achacoso vejete y le quitaron la vida. Es un dicho decidero que ese viento es tan sutil, que mata a un hombre y no apaga un candil.
Volvió la rica viuda a México, con austera gravedad llevaba sus lutos. Empezaron de pronto interesados cortejadores a solicitarla en casamiento. Entregó su corazón a un don Justino Benavente que antes del matrimonio, le había requebrado y atraído el corazón a sus amores. Los años de estos amantes no eran dispares. La voluntad de la dama fue ya la de su amado. Don Justino Benavente poseía buen caudal, además gentilhombre de casa y boca del virrey don Martín de Mayorga y tenía otros relumbres y preeminencias. Doña Andrea le dio en breve su mano de esposa, con lo que pasó muy feliz a segundas bodas. Hizo la solemnidad del matrimonio el mismo arzobispo don Alonso Núñez de Haro y Peralta. El excelente Virrey los honró con su presencia, concurrió a la iglesia con muchos de sus dignatarios. Cuando se escribió la partida de matrimonio, la leyó muy despacio doña Andrea, y donde se decía que era viuda de veinte años, con gran decisión entrerrenglonó con letra grande y clara, “Y VIRGEN”, y puso su nombre y hecho su rúbrica como para certificarlo.
Sucedió en las calles de Capuchinas, actualmente Venustiano Carranza.
Resumen y párrafos del texto Historia, Tradiciones y Leyendas de Calle de México.
Artemio De Valle- Arizpe.
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