Estos sucesos pasó en la iglesia del Convento de Santo Domingo, que le dio nombre a la plaza. El fraile que atiende el templo era Fray Hernando de Ojeda, modelo de austeridad y sencillez. Repasa un abultado cartapacio de hojas de papel escritas, lee muy despacio todas las páginas con idealidad e inteligencia y medita en otros libros.
En otros textos que hay en un estante azul y rojo amontonados en una alacena o en la hornacina de azulejos en que llora, llena de angustia, una Virgen vestida de terciopelo negro o bien ve, el cuadro en que, entre una pátina umbrosa, está predicando Santo Domingo de Guzmán, los brazos en alto con el piso de mazaríes lleno de rosas blancas, amarillas y rojas.
Fray Hernando vuelve a su lectura, tras pensar algo, moja su larga pluma de ave en el tintero de loza, tapa rápido, un renglón y otros más, sustituye una palabra por otra, escribe una nota en el ancho birlí del papel.
Casi en todos los márgenes hay escolios y añadiduras para que al ir a la imprenta metan todo en el texto, completando o aclarando.
El manuscrito que hojea el fraile es el libro; Tercero de la Historia de la Provincia de México, tienen el la primera página los caracteres que dice el título, esta obra es como la continuación de la famosa crónica Historia de la fundación discurso de la provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores, por las vidas de sus varones insignes casos notables de la Nueva España (1596) por Fray Agustín Dávila Padilla, maestro que fue ejemplar dominico que ahora se halla ante esta tosca mesa de nogal revisando papeles, a las últimas luces de la tarde.
La prosa de Fray Hernando de Ojeda es clara y sencilla, pulcra tiene gracia ingenua que satisface. Sus páginas no están enjuta de aridez, como las de su maestro Dávila Padilla, las suyas tienen un encanto fluido, transparenta el suave candor de su alma, en tanto que las del obispo de Santo Domingo son frías, secas, con equilibrio clásico.
El Padre Ojeda escribe de México sus sierras, sus claras lagunas de sus fuentes, describe sus plazas, sus templos, monasterios, todo con adorable cariño, que sabe colocar de manera que transmite su simplicidad graciosa.
El padre Ojeda escribe todo lo de su iglesia y convento de Santo Domingo de México y lo disfrutaba, la vida pura de sus hermanos curas, cuenta sus muertes, sus martirios, sus largos padecimientos por estos caminos de la religión, al llevar a las almas a la salud del Evangelio, cuenta los milagros de los santos de la religión dominicana. Todo lo hace con belleza, con gala.
Con la pluma era diestro este fraile, de palabras comunes, formó un estilo nada común. Tenía buena dicción, su estilo es natural. Baltazar Gracián nos dice en la Agudeza y Arte de ingenio que es “es el estilo natural como el pan que nunca enfada” y más adelante agrega “El estilo natural es el que usan los hombres más bien hablados en su ordinario trato, sin más estudio”
El padre Fray Hernando de Ojeda, el tamaño de sus escritos es como en la Santidad, tiene en todo México fama de ser un ejemplar religioso y grande sufridor de trabajos.
El Cura Ojeda, vino a buscar fortuna a la Nueva España; decían que era tremendo en paz y en lides, pronto se convenció ¡Alabado sea Dios! De las vanidades y miserias del mundo, lleno de tristeza se acerco al convento de Santo Domingo a pedir amparo y uno de sus blancos hábitos para vestirse y ya en la suave paz fue boca de Dios y molde de santas palabras, contaba de él que tenía lengua del divino espíritu.
Fray Hernando se la pasaba leyendo, corrigiendo folios, lee aquí y allá, tacha enmienda, corrige, escribe poniendo la ternura acariciante de sus ojos en su celda en interna visión de beatitud.
Se encuentra en el capitulo III, un caso raro que él presenció y con él también vio , admirada mucha gente de la ciudad México en el año 1590. Como ha pensado mucho de los duendes, ha leído repetidas veces lo que escribió, echándose sobre el respaldo de su sillón cierra los ojos y resume en su memoria lo que puso en el papel.
Leía en repetidas ocasiones lo que escribió. Doña Luisa de Cervantes esposa de Alonso de Valdéz, regidor de esta ciudad se hallaba visiblemente perseguida y molestada de un demonio de los que el vulgo llaman duendes. Le hacía mil burlas pesadas, de las que la pobre mujer quedaba atemorizada, maltratada, y corrida. Le daba de bofetadas y golpes en el rostro dejándoselo señalado y moreteado de los continuos porrazos.
Si estaba en visitas con otras damas, de pronto se le salían los guantes de las manos en presencia de todas, se le escapaban los chapines ( calzado con suela de corcho de cuatro dedos de altura) sin saber como y se iban saltando por el estrado, llevándolos el invisible de la conversación, le veían la cara manchada de carbón o de tinta que el demonio le ponía para afrentarla, y , lo que era peor, en varias ocasiones le desató y le bajó rápidamente las enaguas y esto ante señores, con lo que no le quedaba a doña Luisa más remedio que dar un grito y desmayarse.
Cuando iba en su carroza el maldito duende la descalzaba y le tiraba el calzado por los aires a vista de cuantos pasaban por la calle, y si en su casa estaba ocupada en su labor le arrebataba las manos lo que tuviera, se la echaba por la ventana y finalmente a todas horas y en todos lugares, y aún en la misma iglesia no dejaba de perseguirla, quitándole el manto, desgarrándoselo y rompiéndole el libro de sus
oraciones o novenas, tirándole el rosario y muchas veces se le presentó en varias formas de figuras horrendas.
De tal manera que vivía muriendo Doña Luisa. La pobre señora no encontraba en la tierra remedio alguno para la desaparición del duende y trató de alcanzarlo del cielo por medio de oraciones ayunos y penitencias continuas, prometía novenas y misas, se confesaba seguido y sin cesar visitaba al Santísimo Sacramento del Altar, pero yendo a la iglesia de Santo Domingo, que hacía poco que fue consagrada, notó milagrosamente, que desde que entraba hasta que salía no la molestaba el enemigo, ni le hacía nada de las molestias que a diario acostumbraba hacerle, por la cual halló en el templo el remedio que buscaba.
Frecuentando lo más seguido, gastaba en el muchas oraciones y misas, suplicando a Nuestro Señor que la librase e aquel perseguidor constante, fue Dios servido de librarla del maldito duende.
El beneficio lo recibió doña Luisa de Cervantes solamente en Santo Domingo y se pudiera atribuir esta maravilla de no afligirla. En las otras iglesias de la ciudad, pues todas están ricas de tesoros celestiales y con el Santísimo Sacramento, pero con todo esto en los otros templos de México no dejaba el duende de perseguirla con sus diabólicos invenciones y solamente la dejaba en paz en Santo Domingo.
Fray Hernando de Ojeda sigue hojeando su manuscrito con mano distraída y llega al capítulo XX que trata de la gratitud del perro de Santo Domingo. Su alma se conmueve al recordar aquel animalillo tímido, de ojos tristes y buenos, de mirar humano. Puso en sus gruesas hojas de papel, las cosas de su santa provincia, la historia sencilla de este perro fiel. En la cándida crónica dominicana sigue ese humilde animalito al lado de los santos frailes, obscuros y gozosos que dieron la vida por el Señor.
Fray Hernando lee los folios, capitulo XX, no solo en los hombres se halla la virtud del agradecimiento, sino también en los brutos animales.
Crió una mujer viuda de México un perro del tamaño de una liebre, de color blanco y anaranjado con manchas, murió ella y se le enterró en la iglesia de Santo Domingo en el mes de Marzo de 1604.
El fraile recuerda la tarde lluviosa del entierro. Cuatro cofrades del Santo Cristo llevaban en hombros el pobre ataúd, en la puerta fue recibido con cruz y ciriales con lento andar se dirigieron hasta el catafalco en el centro de la nave, empezaron los salmos penitenciales, en claro tono de amargura, guiado por el órgano del templo.
Entonces vio a un perrillo, encogido, temeroso que quería arrimarse al túmulo y vio que alguien lo espantó, pero poco a poco se acercó y se echó sobre el terciopelo negro que cubría el catafalco y llegaba hasta el suelo en un ancho pliegue, el perrito de un lado a otro con ojos inquietos y desconfiados, con la cabeza metida entre las patas y el hocico pegado al suelo, seguro que nadie lo molestaba bajó los ojos y le escurrieron lágrimas. Suspira el fraile y continúa su lectura.
El perro sintió tanto la muerte de su dueña que la acompañó hasta su sepultura, nunca más se quiso apartar de ella, se estaba ahí de día y de noche con la mayor tristeza del mundo, sin ladrar ni hacer ruido. Solo daba de noche al principio unos aullidos, como gemidos persistentes de persona que tiene gran dolor, espantaba al que tenía que cerrar la iglesia, lo echaban pero entraba por otro lado.
Salía y entraba, por un resquicio de la puerta, para proveer de sus necesidades, para comer buscaba las sobras del convento.
También iba a la portería a la hora de comer, hacía línea entre los pobres aguardando con paciencia su ración, de buena gana los porteros le daban de comer después que lo conocieron, resuelta su necesidad, regresaba a su puesto de la sepultura adonde los frailes notaban su gratitud y su lealtad, los frailes ya le daban de comer, el perrito se aficionó a ellos, a todos agasajaba, mostraba su amor a su modo.
Acudía a las procesiones de buena gana, hay seguía a los frailes, caminaba altivo junto a ellos como si fuera uno de ellos. Así se quedó en el convento más de un año, hasta que salieron otra ves a la calle y murió lo mataron unos perros grandes, los frailes sintieron mucho su muerte, perdieron un ejemplo de agradecimiento, virtud nobilísima, muy propia para cualquier hombre.
Fray Hernando de Ojeda cree oír en el silencio de la tarde el aullido tremendo con el que se le fue la vida aquel gozquecillo maltratado por los perros que se le echaron encima, furiosos en la Plaza Mayor.
Una suave ternura invade a este fraile generoso y tranquilo. Apoya el codo en el brazo del sillón, con ojos mansos, llenos de tristeza contempla la ventanilla abierta de su celda el cielo azul.
Texto; Compendio de Historias Tradiciones y Leyendas de las Calles de México.
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