Calle de Olmedo, fue crimen o burla

Leyenda de México. ¿Fue crimen o burla?. Toda la ciudad estaba cubierta de una espesa niebla, las luces de los faroles se ahogaban en la negra espesura. Las calles encharcadas. Caminaba apresurado el padre don Juan Antonio Nuño Vázquez, capellán del marqués de Santa Fe de Guardiola. Este padre era un alma cándida y amorosa. Su vida lenta, metida siempre en un apacible encanto con el feliz descuido del no tener.

Venía tiritando el buen padre. Por la teja escurría lluvia su sotana estaban ensopados. Mientras caminaba su pensamiento era con el sermón que iba a dar el viernes por el Adviento, se dirigía a la suculenta cena con don Blas Ostolosa, juez de Testamentos y de Capellanías. ¡ Que comida tan sabrosa, aves, pierna de carnero, frijoles refritos y el espumante vino rojo de Méntrida, todas estas cosas fueron como dones que le había enviado Dios por sus buenas obras. Sonrió con manso agrado el buen Padre y su lengua chascaba entre los labios. Cruzaba el padre don Juan Antonio frente al Coliseo y por su sonrisa pasó un leve matiz de malicia al pensar en la comedia que había visto antes y en la que bailaba la Calderona con un agitado gurigurigay; pero de repente le atajaron el paso dos hombres, con sombreros tendidos y con capas a medio embozo y en tono humilde, compungido, le dijo uno de ellos:

Padrecito mío, qué bueno que lo encontramos

¿Quiere hacer la caridad de confesar a un pobre enfermo? No es muy lejos de aquí, padre — y aunque lo fuera, hijos, iría con mucho agrado. Vamos, díganme por donde. Guíenme. Allí a la vuelta, en la calle de la Acequia; tenemos un coche. Venga su merced.

Llegaron al lóbrego portal del Coliseo y allí estaba el carruaje que era de los de cortinas. Subió ágil el padre al interior, estaban dos hombres; entre ellos lo sentaron, y los otros dos se pusieron en el asiento del vidrio.

Que noche tan negra, hijos- dijo el padre, para iniciar la conversación. Eso no nos importa nada, le contesto uno de ellos con un vocejón áspero, atascado de tabaco y sin más le puso una daga en el pecho. No grite, ni haga acción ninguna, padre, porque le costará la vida.

Le importa callar o si no calla, con esta daga lo mandamos a las moradas eternas

Bueno, callaré pero no se a que viene esa violenta amenaza. Uno de los hombres con brusquedad le quitó la empapada cubierta de la cabeza que le cubría toda la cara, le pusieron una apretada venda y encima una montera en los ojos y le ataron las manos. El coche seguía andando, la lluvia golpeaba las viejas tablas, el carruaje rodaba pesado largo rato, doblo el coche por una y otra calle hasta seguir todo derecho saltando el empedrado. Nadie hablaba solo se oía la lluvia. Por fin se detuvo estaban frente a una casa de piedra era de noche. Bajaron en brazos al padre, entraron a la casa y en el acto subieron la escalera. Junto estaría el portón por lo poco que caminaron, conto los escalones eran cuarenta y siete y de elevado peralte. En una habitación oyó una voz bronca resquebrajada de aguardiente:

Ninguna dama y caballero había desaparecido

-Aquí tiene a la persona que va a confesar primero. Acérquese, toque, aquí, aquí; sí, ésta, ésta es. Principie ya y cuando termine, llámenos.

-¿He de hacer la confesión así como estoy? No; así no he de hacer la confesión. Desátenme. –Pues así ha de hacer.

Pues así no ha de ser. Si no me quitan la venda y no me dejan mis sentidos expeditos como lo manda el ritual, no hare la confesión que me piden; no lo haré, sépanlo, y ustedes hagan de mi lo que quieran.

Sintió el frio de la daga en su garganta, pero volvió a decir:

-Mátenme si les parece bien; pero si no me dejan libre es inútil todo.

Le volvieron a echar tremendas amenazas desgarradas y de blasfemia y él se mostro firme. Viendo su indomable energía,y le quitaron la venda y le desataron las manos, pero le dejaron la montera sobre los ojos. Entre maldiciones le dijeron que si hacía señales de reconocer a los que iba a confesar o la casa en que estaba, perdería en el acto la vida.

Empezó la confesión. Fue una confesión dolorosa, anhelante, llena de pena. La voz era límpida de mujer que sollozaba con angustia. Dio la absolución y llamó a los hombres, y fueron más espesas las tufaradas de vino que le echaban; con palabras dulces, afables les imploró piedad para aquella desventurada. Rogaba que se detuvieran en el crimen que en ella iban a cometer indudablemente. No le contestó ninguno; entonces se arrodilló el buen sacerdote y les suplicaba con grandes ansias que tuvieran misericordia y tendía hacia ellos sus brazos vehementes, pero sin hacer caso a su ruegos lo arrastraron hacía otra habitación.

-Aquí esta la otra persona quien hay que confesar ahora y que sea pronto. Lo dejaron solo. Se oyó un violento portazo que rompió el silencio de la casa. –¿A quien voy a confesar? No veo. –A mi padre; a mi es la que va a oír usted en confesión. Deme la mano; siéntese aquí; ya estoy de rodillas. Oyó una voz de hombre, entera, firme, sin una agitación de miedo. Pasó su mano en aquel rostro y tocó una barba aguda, una cabellera rizosa y tendida y luego palpó ropas de blando terciopelo, sí, era terciopelo abultado con bordados.

El caballero y la dama eran gente ilustre, no cabía duda

Terminó la confesión. Entraron los hombres y volvió a implorar piedad el padre Nuño Vázquez, entre sollozos y lágrimas para aquellos infelices y les hablaba de la justicia de Dios. Nadie le contestó ninguna palabra; sus razones no entraban en esa almas duras y áridas. Lo volvieron a vendar apretadamente, le ataron las manos a la espalda, pendiente la cuerda del cuello de tal modo que si tiraba de ella queriéndose aflojar las muñecas, se ahorcaría sin remedio. Lo subieron al coche y siguió rogándoles, levantando hasta ellos su corazón afligido.

Mucho tiempo anduvo el coche rebotando por calles y calles oscuras; al fin lo bajaron en la del Parque de la Moneda y con brusquedad lo fueron a echar en el quicio de una puerta y lo intimaron con feroces palabras que si pedía socorro o que si hablaba antes de que sonaran las doce, lo matarían, pues ellos lo vigilarían de cerca.

La lluvia caía, sus ropas mojadas, hacía mucho frio, el aliento se le helaba al clérigo. Pasaba algunas personas no se atrevía a quejarse ni moverse, creyendo que los pérfidos truhanes que lo andaban rondando. Con violenta e incómoda postura ya no podía más, se sentía casi morir. Al fin se quejó, pidió auxilio, acudieron rápidos dos guardafaroles; lo desataron y se les quedó desmayado. Lo condujeron a la Casa de la Moneda y allí volvió a la vida le dieron a oler vinagres y esencias. Ya no le importaba al padre don Juan Antonio que lo mataran; quería que cuanto antes fueran a sacar del grave peligro aquella dama y el caballero que acababa de confesar. Los guardafaroles seguidos de muchas personas fueron con el a buscar la casa y no la encontraron. No cabía en sí de congoja el amoroso padre Nuño Vázquez no hacía más que llorar y desesperarse.

¿Fue crimen o fue Burla?

Al día siguiente, temblando todo, sin caberle el corazón en el pecho, contó al marqués de Santa Fe de Guardiola el caso extraño y pavoroso que le había acontecido la noche pasada (15 de septiembre de 1791), el marqués lo llevó ante el Virrey, y el conde de Revilla Gigedo lo oyó con cuidado y atención y luego se quedó pensativo haciendo minucioso razonamientos. Puso Revilla Gigedo en activas investigaciones a todos los alcaldes: a los de corte, a los mayores, a los ordinarios; soltó a indagar a los más sutiles y suspicaces autoridades.

Toda la ciudad mandó a escudriñar a fuerza de exquisitas diligencias. Se buscó con infatigable tesón por los más secretos apartados de México; su más insignificante recoveco fue registrado por los ojos linces de la justicia, pero no se encontraba por ninguna parte ni el más leve rastro del crimen misterioso.

Diez días duraron las minuciosas y largas búsquedas. Los más urgentes negocios se dejaron a un lado para que se pusiera la justicia a investigar únicamente en ese tenebroso asunto que a todo el mundo tenía conmovido, en la ciudad solo se hablaba de ese crimen; todas las conversaciones estaban en él anhelantes, espeluznadas. Nadie sabía nada. Tanto escudriñar, resolver y pesquisar, no se llegó a sacar jamás cosa alguna, ni la más pequeña luz. Fracasaron por completo, todas las ingeniosas, hábiles y sutiles invenciones de Revilla Gigedo para dar con esos terribles malhechores; solo grandes dolores de cabeza, los planes se fraguó y hasta pensó y lo dijo, que si aquel crimen no habría sido sólo una burla pesada, injuriosa para reírse del cura don Juan Antonio Nuño Vázquez, Tan suave y tan cándido, tan lleno de frescura con un alma buena y bondadosa.

Párrafos de texto Historia, tradiciones y leyendas de calles de México.

Artemio De Valle-Arispe.

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